Hay un
gran vacío debajo de mí, el aire caliente y enfermizo me separa del fondo.
Llevo mucho tiempo cayendo, pero ya va quedando menos, la cuenta atrás de mi
vida está llegando al cero.
Lo sé
desde que el médico salió de su consulta personalmente para llamarme. Desde el
momento en que vi su mirada después de los análisis, supe que algo malo me
pasaba. Algo que, me decían sus ojos, no se podía curar, ni mucho menos
extirpar sin dejar mi vida en el proceso.
Y desde
que lo sé caigo, caigo en este vacío, aunque esté rodeado de cosas. Pero no me
va a doler porque cuando llegue al fondo ya me habré desintegrado, el cáncer se
habrá comido mi cuerpo. O más bien mi cerebro. No se ni quiero saber los detalles,
sólo sé que no me duele. Mi dolor se pasa con un simple paracetamol, este
estúpido cáncer cobarde ni siquiera es capaz de hacerse notar. Hasta que mi cerebro
no pueda más, claro. Y entonces moriré, simplemente moriré. Me queda menos,
cada vez menos, y lo único que siento es cada vez más sueño. La muerte me
alcanzará dormido y ni siquiera me enteraré de la hostia que me daré contra el
suelo, cuando el enorme agujero en el que caigo llegue a su fin.
Y
entonces, entonces seré un héroe. Alguien que luchó hasta el final contra algo
que no se puede combatir, a pesar de que yo lo único que he hecho ha sido tener
la mala suerte de conocer mi fecha de caducidad.
En mis
sueños veo el fondo de ácido apestoso, justo al final del agujero, veo
fugazmente la gente que hay a mi alrededor, sorprendida y permanentemente
asustada porque caigo sin remedio, veo la ciudad, la belleza y la fealdad, la
mugre, y lo veo rápido y medio dormido, porque ya no me queda mucho más. Hasta
que el reloj llegue a cero, y como en mis juegos favoritos cuando el personaje
se muere, se lo que parpadeará por un momento en mi cerebro antes de apagarse
para siempre: fin de la partida.
Falta el dibujo que acompaña este relato... sigue inacabado