Llevaba tanto tiempo distraída, con
los pensamientos en su patria y el cuerpo en la nuestra, que los
momentos de concentración en el presente se hacían cada vez más
cortos. Su dispersión mental era palpable, expansiva. Se iba a las
guerras, maldiciendo a todos aquellos malnacidos, llorando a los muertos,
imaginando tiempos mejores. En busca de artículos que mejorasen las
alarmantes cifras, empapándose del contexto, de los que habían perecido, estirando al máximo su empatía, hasta el punto que quiso
reclamar venganza por las vidas perdidas, lejanas, de la gente que no
había llegado a conocer pero que consideraba sus hermanos. Consagró sus
horas a esclarecer las verdades turbias de unos medios de
comunicación corruptos; a traducir, a discutir, a descubrir
incidentes nuevos y a enjuiciarlo todo. Con cada nuevo suceso más
peligraba su estabilidad, más yo la admiraba. Ya no era ella,
despreocupada, trabajadora, soñadora, emprendedora. Ahora era otra.
Emprendedora, sí, pero contra una sociedad que ya nunca más la satisfacía. Sedienta de justicia, subjetiva, furiosa, desbordada de rabia, insome,
desenfocada, perpleja por el mal del mundo, insistente y constante.
“Hasta que esto se acabe, yo no podré estar tranquila”. Y yo
asentía, porque ya no sabía qué más decir.