jueves, 8 de mayo de 2014

Para A

Llevaba tanto tiempo distraída, con los pensamientos en su patria y el cuerpo en la nuestra, que los momentos de concentración en el presente se hacían cada vez más cortos. Su dispersión mental era palpable, expansiva. Se iba a las guerras, maldiciendo a todos aquellos malnacidos, llorando a los muertos, imaginando tiempos mejores. En busca de artículos que mejorasen las alarmantes cifras, empapándose del contexto, de los que habían perecido, estirando al máximo su empatía, hasta el punto que quiso reclamar venganza por las vidas perdidas, lejanas, de la gente que no había llegado a conocer pero que consideraba sus hermanos. Consagró sus horas a esclarecer las verdades turbias de unos medios de comunicación corruptos; a traducir, a discutir, a descubrir incidentes nuevos y a enjuiciarlo todo. Con cada nuevo suceso más peligraba su estabilidad, más yo la admiraba. Ya no era ella, despreocupada, trabajadora, soñadora, emprendedora. Ahora era otra. Emprendedora, sí, pero contra una sociedad que ya nunca más la satisfacía. Sedienta de justicia, subjetiva, furiosa, desbordada de rabia, insome, desenfocada, perpleja por el mal del mundo, insistente y constante. “Hasta que esto se acabe, yo no podré estar tranquila”. Y yo asentía, porque ya no sabía qué más decir.