Con los ojos llenos de líquido, me
observa desde su jaula. Le ruge la tripa, pero su alma permanece
callada, cansada de buscar escurrideros entre los barrotes. Su
estómago se contrae, espasmódico, hace mucho que no tiene nada con
lo que trabajar. Tiene reservas, únicamente, para alzar su enorme
cabeza hacia mí, desproporcionada con aquel cuerpo escuálido, que
hace tiempo que no parece suyo. Quiero llorar. Quiero salvarle.
Quiero abrir la jaula, acariciar su pelaje lacio y darle de comer.
Servirme en bandeja, si hace falta, en pago por lo que le han hecho.
Darle las fuerzas para que salga, para que la venganza de la
naturaleza se cobre tu parte, degüelle a todos sus maltratadores, y
marche de nuevo hacia la selva. De donde nunca debió salir.