Tengo la cabeza vacía, desamueblada. No hay relojes, no hay
horas, no hay grandes planes. Ni pequeños tampoco. No los hay porque se me ha
olvidado hacerlos. Igual que se me olvidó hacer la cama todas las mañanas de mi
vida. Se me ha olvidado cómo se sigue. Pero llega el Lunes y luego el Martes. Y
sé que hay más días. Pero me dejé el calendario en la basura de los
desperdicios, al lado de mi caminar desgarbado. Igual que dejé el ritmo y el
buen paso antes de levantarme de cada una de mis siestas. Ahí se han quedado
mis progresos, en la pereza de un día que nunca llega a empezar, donde todo lo
que consigo es insignificante porque no tiene valor real. Por eso me gradué pronto
en el arte de la evasión. Por eso mi cabeza se fue de viaje. No sirven de nada
los prejuicios, las enseñanzas pasadas, la cultura, el saber. Por saber no hace
falta ni saber cómo se respira. Así que lo olvidé, porque podía, porque no
importaba. Y en mi cabeza quedó flotando el silencio, enorme, solemne y
solitario. Relajante, oscuro y perfecto.
Soy. Es suficiente.