sábado, 19 de abril de 2014

Inclasificable

Paré un momento, y luego me puse sobre mis talones, pensando. Mientras estaba allí, acuclillada, le saqué la lengua a un niño pequeño que pasaba en su carrito de bebé. Entonces me vio. Con su sonrisa desdentada, me señaló mientras decía algo. Sonriéndole, crucé la acera: ¿qué me había dicho?. Me dijo que le había gustado cómo había saludado al niño rubito.
Me senté con él. No hablaba muy bien español, pero eso no le impedía hablar a bocajarro. Tanto, que no recuerdo cuanto tiempo estuvo hablando conmigo. La gente pasaba, y nos miraba raro. ¿Qué hará esa chica joven, con pinta de estar en sus cabales, ahí sentada, hablando con ese mendigo? Como poco, supongo que lo calificarían de curioso, algunos incluso de inaceptable, pero me dio igual. Llegó un momento en que dejé de prestarles atención: él era belga. Eso significaba que gracias a su acento, para enterarme de lo que me contaba tenía que invertir toda mi concentración en sus palabras.
Me pareció que era feliz. Probablemente drogadicto, alcohólico, y sin un duro. Pero me decía que hablaba 14 lenguas, tocaba el violín, el arpa, la guitarra, el piano y la batería - aún faltándole un dedo-; que había viajado por todo el mundo y que había estado en los conciertos más caros sin pagar entrada.
Le creí. Su aspecto me dio a entender, que ese hombre hacía lo que quería cuando quería. Estaba más seguro de sí mismo que cualquiera de los transeúntes de la calle. Ahí sentado, con sus ojos cetrinos inyectados en sangre, sus rastas descuidadas, sus botas machacadas pero imperecederas, como dos rocas.
Él no tenía prisa. Me habló de sus hijas, de su mujer, de cómo mataría por ellas, de sus mil discos de vinilo, de las fiestas en las que se había colado... me dijo, muy convencido, que era templario. Me habló de un cuadro de picasso que tenían en su casa, allá en Bélgica, cortesía del pintor a un pariente lejano: aquello valdría millones, me decía. Me habló en hebreo, en francés y en alemán, sólo para demostrarme que sabía. Tenía una forma rara de expresarse. A veces, mudaba su sonrisa por la más absoluta seriedad, cuando creía que yo no le había entendido. Me decía: “¿Cómo que no?”. Y yo le contestaba: “¡Claro que sí! Por supuesto”. Tengo que reconocer, que hasta lo de los templarios me creí, ¿por qué no creérmelo? Desde luego, él lo tenía muy claro, y su seguridad era contagiosa.

Al cabo del rato, sentados, después de que él me hubiese contado media vida y me hubiese cantado (excusandose primero por hacerlo en alto) canciones de Manu Chao, The Doors, Nirvana y una alabanza a dios mezcla de hebreo, francés e inglés, me preguntó repentinamente cómo me llamaba. Sara, le dije. Frederick, me dijo él. Me hizo escribirlo incluso, gracias a eso no se me ha olvidado. Me dijo que era punky yo, a pesar de que le puse cara de sorpresa... y me reiteró que sí, que un poco, mientras señalaba las puntas de mi pelo, coloreadas de verde. Le sonreí: qué podía decirle. Siguió hablándome de él. Abrió una lata de cerveza, cogiéndola con la mano sin pulgar, con ademanes de experto, y siguió, hasta que noté que el cielo oscurecía. Aproveché una de sus pausas: “creo que tengo que irme, iba a un sitio, aunque me haya parado aquí”. Me miró, aprobando que me fuese, supongo, mientras sonreía. Recuerdo que al despedirse me dijo: “¡que vivan los punkys! Y que se mueran todos... estos”, señalando la calle, mientras los transeúntes nos miraban escandalizados. Yo me reí, eufórica. "Que se mueran todos estos. Que no nos entienden, ni nos aprecian, y que nos juzgan sin conocernos", pensé, comenzando a caminar calle abajo, siguiendo mi camino.