Paré un momento, y luego me puse sobre
mis talones, pensando. Mientras estaba allí, acuclillada, le saqué
la lengua a un niño pequeño que pasaba en su carrito de bebé.
Entonces me vio. Con su sonrisa desdentada, me señaló mientras
decía algo. Sonriéndole, crucé la acera: ¿qué me había dicho?.
Me dijo que le había gustado cómo había saludado al niño rubito.
Me senté con él. No hablaba muy bien
español, pero eso no le impedía hablar a bocajarro. Tanto, que no recuerdo
cuanto tiempo estuvo hablando conmigo. La gente pasaba, y nos miraba
raro. ¿Qué hará esa chica joven, con pinta de estar en sus
cabales, ahí sentada, hablando con ese mendigo? Como poco, supongo
que lo calificarían de curioso, algunos incluso de inaceptable, pero me dio igual. Llegó un momento
en que dejé de prestarles atención: él era belga. Eso significaba que gracias a su acento, para enterarme
de lo que me contaba tenía que invertir toda mi concentración en sus palabras.
Me pareció que era feliz.
Probablemente drogadicto, alcohólico, y sin un duro. Pero me decía
que hablaba 14 lenguas, tocaba el violín, el arpa, la guitarra, el
piano y la batería - aún faltándole un dedo-; que había viajado
por todo el mundo y que había estado en los conciertos más caros
sin pagar entrada.
Le creí. Su aspecto me dio a entender,
que ese hombre hacía lo que quería cuando quería. Estaba más
seguro de sí mismo que cualquiera de los transeúntes de la calle. Ahí sentado, con sus ojos cetrinos inyectados en sangre, sus rastas
descuidadas, sus botas machacadas pero imperecederas, como dos
rocas.
Él no tenía prisa. Me habló de sus
hijas, de su mujer, de cómo mataría por ellas, de sus mil discos de
vinilo, de las fiestas en las que se había colado... me dijo, muy
convencido, que era templario. Me habló de un cuadro de picasso que
tenían en su casa, allá en Bélgica, cortesía del pintor a un pariente lejano: aquello valdría millones, me decía. Me habló
en hebreo, en francés y en alemán, sólo para demostrarme que
sabía. Tenía una forma rara de expresarse. A veces, mudaba su
sonrisa por la más absoluta seriedad, cuando creía que yo no le
había entendido. Me decía: “¿Cómo que no?”. Y yo le
contestaba: “¡Claro que sí! Por supuesto”. Tengo que reconocer,
que hasta lo de los templarios me creí, ¿por qué no creérmelo?
Desde luego, él lo tenía muy claro, y su seguridad era contagiosa.
Al cabo del rato, sentados, después de
que él me hubiese contado media vida y me hubiese cantado
(excusandose primero por hacerlo en alto) canciones de Manu Chao, The
Doors, Nirvana y una alabanza a dios mezcla de hebreo, francés e inglés, me preguntó
repentinamente cómo me llamaba. Sara, le dije. Frederick, me dijo
él. Me hizo escribirlo incluso, gracias a eso no se me ha olvidado.
Me dijo que era punky yo, a pesar de que le puse cara de sorpresa... y
me reiteró que sí, que un poco, mientras señalaba las puntas de
mi pelo, coloreadas de verde. Le sonreí: qué podía decirle. Siguió
hablándome de él. Abrió una lata de cerveza, cogiéndola con la
mano sin pulgar, con ademanes de experto, y siguió, hasta que noté
que el cielo oscurecía. Aproveché una de sus pausas: “creo que
tengo que irme, iba a un sitio, aunque me haya parado aquí”. Me
miró, aprobando que me fuese, supongo, mientras sonreía. Recuerdo
que al despedirse me dijo: “¡que vivan los punkys! Y que se mueran
todos... estos”, señalando la calle, mientras los transeúntes nos miraban escandalizados. Yo me reí, eufórica. "Que se mueran todos estos. Que no nos entienden, ni nos aprecian, y que nos juzgan sin conocernos", pensé, comenzando a caminar calle abajo,
siguiendo mi camino.