martes, 23 de septiembre de 2014

Pereza

Vencer a la inercia es uno de los problemas más grandes de mi vida. Las ganas de no hacer nada, la culpabilidad placentera que supone perder el tiempo y tener a tu conciencia susurrándote al oído que no estás aprovechando tu tiempo. Pero tengo que superarla porque si no, al poco rato de sentirme inerte tengo ganas de caminar directa al ataúd, para ahorrarle a la muerte el trabajo que supone venir a buscarme. La inercia y la muerte son muy parecidas. O deben de serlo. Ninguna señal en tu encefalograma. Los gusanos vienen a por ti. Que me incineren. Ningún gusano grasiento y lascivo se va a comer mis vísceras, son la única cosa que poseo. Prefiero las cenizas. Y si algún día soy parte de un gusano, que no sea porque se haya enroscado a través de mi nariz para comerme el cerebro.
miércoles, 13 de agosto de 2014

La bestia peluda

Con los ojos llenos de líquido, me observa desde su jaula. Le ruge la tripa, pero su alma permanece callada, cansada de buscar escurrideros entre los barrotes. Su estómago se contrae, espasmódico, hace mucho que no tiene nada con lo que trabajar. Tiene reservas, únicamente, para alzar su enorme cabeza hacia mí, desproporcionada con aquel cuerpo escuálido, que hace tiempo que no parece suyo. Quiero llorar. Quiero salvarle. Quiero abrir la jaula, acariciar su pelaje lacio y darle de comer. Servirme en bandeja, si hace falta, en pago por lo que le han hecho. Darle las fuerzas para que salga, para que la venganza de la naturaleza se cobre tu parte, degüelle a todos sus maltratadores, y marche de nuevo hacia la selva. De donde nunca debió salir.

jueves, 8 de mayo de 2014

Para A

Llevaba tanto tiempo distraída, con los pensamientos en su patria y el cuerpo en la nuestra, que los momentos de concentración en el presente se hacían cada vez más cortos. Su dispersión mental era palpable, expansiva. Se iba a las guerras, maldiciendo a todos aquellos malnacidos, llorando a los muertos, imaginando tiempos mejores. En busca de artículos que mejorasen las alarmantes cifras, empapándose del contexto, de los que habían perecido, estirando al máximo su empatía, hasta el punto que quiso reclamar venganza por las vidas perdidas, lejanas, de la gente que no había llegado a conocer pero que consideraba sus hermanos. Consagró sus horas a esclarecer las verdades turbias de unos medios de comunicación corruptos; a traducir, a discutir, a descubrir incidentes nuevos y a enjuiciarlo todo. Con cada nuevo suceso más peligraba su estabilidad, más yo la admiraba. Ya no era ella, despreocupada, trabajadora, soñadora, emprendedora. Ahora era otra. Emprendedora, sí, pero contra una sociedad que ya nunca más la satisfacía. Sedienta de justicia, subjetiva, furiosa, desbordada de rabia, insome, desenfocada, perpleja por el mal del mundo, insistente y constante. “Hasta que esto se acabe, yo no podré estar tranquila”. Y yo asentía, porque ya no sabía qué más decir.
sábado, 19 de abril de 2014

Inclasificable

Paré un momento, y luego me puse sobre mis talones, pensando. Mientras estaba allí, acuclillada, le saqué la lengua a un niño pequeño que pasaba en su carrito de bebé. Entonces me vio. Con su sonrisa desdentada, me señaló mientras decía algo. Sonriéndole, crucé la acera: ¿qué me había dicho?. Me dijo que le había gustado cómo había saludado al niño rubito.
Me senté con él. No hablaba muy bien español, pero eso no le impedía hablar a bocajarro. Tanto, que no recuerdo cuanto tiempo estuvo hablando conmigo. La gente pasaba, y nos miraba raro. ¿Qué hará esa chica joven, con pinta de estar en sus cabales, ahí sentada, hablando con ese mendigo? Como poco, supongo que lo calificarían de curioso, algunos incluso de inaceptable, pero me dio igual. Llegó un momento en que dejé de prestarles atención: él era belga. Eso significaba que gracias a su acento, para enterarme de lo que me contaba tenía que invertir toda mi concentración en sus palabras.
Me pareció que era feliz. Probablemente drogadicto, alcohólico, y sin un duro. Pero me decía que hablaba 14 lenguas, tocaba el violín, el arpa, la guitarra, el piano y la batería - aún faltándole un dedo-; que había viajado por todo el mundo y que había estado en los conciertos más caros sin pagar entrada.
Le creí. Su aspecto me dio a entender, que ese hombre hacía lo que quería cuando quería. Estaba más seguro de sí mismo que cualquiera de los transeúntes de la calle. Ahí sentado, con sus ojos cetrinos inyectados en sangre, sus rastas descuidadas, sus botas machacadas pero imperecederas, como dos rocas.
Él no tenía prisa. Me habló de sus hijas, de su mujer, de cómo mataría por ellas, de sus mil discos de vinilo, de las fiestas en las que se había colado... me dijo, muy convencido, que era templario. Me habló de un cuadro de picasso que tenían en su casa, allá en Bélgica, cortesía del pintor a un pariente lejano: aquello valdría millones, me decía. Me habló en hebreo, en francés y en alemán, sólo para demostrarme que sabía. Tenía una forma rara de expresarse. A veces, mudaba su sonrisa por la más absoluta seriedad, cuando creía que yo no le había entendido. Me decía: “¿Cómo que no?”. Y yo le contestaba: “¡Claro que sí! Por supuesto”. Tengo que reconocer, que hasta lo de los templarios me creí, ¿por qué no creérmelo? Desde luego, él lo tenía muy claro, y su seguridad era contagiosa.

Al cabo del rato, sentados, después de que él me hubiese contado media vida y me hubiese cantado (excusandose primero por hacerlo en alto) canciones de Manu Chao, The Doors, Nirvana y una alabanza a dios mezcla de hebreo, francés e inglés, me preguntó repentinamente cómo me llamaba. Sara, le dije. Frederick, me dijo él. Me hizo escribirlo incluso, gracias a eso no se me ha olvidado. Me dijo que era punky yo, a pesar de que le puse cara de sorpresa... y me reiteró que sí, que un poco, mientras señalaba las puntas de mi pelo, coloreadas de verde. Le sonreí: qué podía decirle. Siguió hablándome de él. Abrió una lata de cerveza, cogiéndola con la mano sin pulgar, con ademanes de experto, y siguió, hasta que noté que el cielo oscurecía. Aproveché una de sus pausas: “creo que tengo que irme, iba a un sitio, aunque me haya parado aquí”. Me miró, aprobando que me fuese, supongo, mientras sonreía. Recuerdo que al despedirse me dijo: “¡que vivan los punkys! Y que se mueran todos... estos”, señalando la calle, mientras los transeúntes nos miraban escandalizados. Yo me reí, eufórica. "Que se mueran todos estos. Que no nos entienden, ni nos aprecian, y que nos juzgan sin conocernos", pensé, comenzando a caminar calle abajo, siguiendo mi camino.



lunes, 31 de marzo de 2014

Hoy no

En un momento le vi la enfermedad al árbol: tenía orugas. Pero no estaba triste. Crecía alto, cada día más alto, sin echarlas de sus ramas. Si la naturaleza fuese perfecta, sólo existiría la vida. Pero la muerte acecha todos los días. Unas vidas atentan contra las otras. Y aunque el árbol tiene orugas, crece, alto, cada día más alto, hasta que ellas le ahoguen un día... lejano.
sábado, 11 de enero de 2014

Experimento 1.0_Escritura automática. Bautizada a posteriori como “EL ESCRITOR”

Mas si te hablo sin pensarlo mucho, posiblemente al amigo de allí le cueste comprender qué diablos digo. Comprensible, querido. Queriendo no se llora al vencido, que ya  tiene bastante, el que pensó que pasaría el huracán y no pasó, sino que le arrastró consigo. Tecleó en su computadora hasta que los dedos anillados se le escaparon de las manos. Entonces pensó que quizás era hora de dejar de hacer fluir pensamientos no comerciales, que por no comerciar no comerciaban ni dialogaban con su hambre, familia, dinero o mundo, ni le protegían de la opinión de los demás. Decidió hacerse ermitaño, que era más fácil que prescindir de las bibliotecas de su mente a todas horas, sólo porque otros se lo pidiesen. Gritó que era el mundo el que estaba loco. Y que sus tormentas cubrirían el cielo y rayarían en la desesperación de los demás. Porque la suya era infinita y espesa y ya no sabía cómo contenerla, ni con qué darle de comer. Pues sus escritos no vendían. Nunca lo hicieron porque escribía cosas que pensaba y no que abastecían. El populacho pensó que si no el entendían era porque no tenía nada que decir. Nadie dijo nunca que fuese fácil la convivencia social con seres idiotas y anodinos. Pero el 99 es la mayoría, y el resto se creen aparte. Y el aparte era él. Y él vivía en la mierda. Así que nunca más. Se acabó lo de no pensar. A partir de entonces escribiría Best-Sellers.
sábado, 4 de enero de 2014

El viaje sin sentido

Eligió un día nublado porque eran los días que más le gustaban. Salió. Verdes encinas y altos pinos. Huracanes de hojas. Olía a hierba. Calles vacías. Un largo camino. Comenzó a andar. Hizo en siete días lo que un hombre en el coche hace en cuarenta minutos. Fue a su ritmo. Vio las estrellas. Escuchó el aire moverse. Contempló el cielo mientras caminaba, en lugar de mirar el suelo donde pisaba… y por ello tropezó. Pero se levantaba. No tenía meta, pero llegó a la costa. Como no tenía ruta, siguió andando sin pensar. Chapoteó, pataleó y siguió: nadando. Le recogió un pesquero. Pero sobre cubierta no podía andar apenas; ni moverse; ni avanzar. Así que, flotador en mano, se lanzó al agua y siguió nadando. El capitán le decía adiós, pañuelo blanco en mano. Vio algas flotar y le picó una medusa. Se le arrugaron los dedos. Dejó el flotador y cogió aire. Mucho. Más. Siguió. Y cuando terminó de coger aire se lo tragó y se sumergió bajo el agua. Era clara, azul, verde, moteada. Descendió. Y descendió. Estaba oscuro. Tocó fondo, y siguió andando. Vio corales muertos. Encontró viejas redes ancladas al fondo del mar. Se clavó un clavo. Siguió andando. Soltaba burbujas que ascendían. Él caminaba, sonriendo. Un tiburón se enamoró de su sangre. Hacía círculos en torno a él y le seguía, oliendo de cerca la herida que el metal incrustado mantenía abierta. Él vio algo flotando, y lo cogió. Era un anzuelo. El anzuelo tiró de él, le urgía, enganchado a su mano. Pero él no quería subir. No, que se llevase su mano, pensó. Pero luego pensó de nuevo. ¿Qué haría él sin su mano? Manos para dibujar, para agarrar cosas, para taparse el sol de los ojos, para mojarse la cara, para secársela, para acariciar a alguien, para pegarle; manos para conquistar el mundo. Agarró el anzuelo con fuerza y subió. Subió echando el aire que le quedaba en el estómago. Las medusas se agarraron a él, dejándole marcas del recuerdo del mar; el tiburón ascendió, siguiéndole; escuchó a los delfines cantar y sus lágrimas se mezclaron con el mar. Llegó a la luz y al aire. Dos ojos le miraban desde la barca. “Mamá, he pescado un hombre” dijeron los ojos. Se agitó una cabellera blanca. Una mujer se dio la vuelta en la barca, observando el botín. “Por eso hija no hay que salir a pescar a estas horas” suspiró “el mar está contaminado de gente”. Él frunció el ceño y soltó el anzuelo por fin, contrariado. Haciéndose el muerto miró el cielo y dejó que le llevase la marea nocturna. El tiburón salió tras él, dando vueltas en la superficie, contento. “¿Y ese mamá? ¡Ese no es un hombre!”. “No hija, ese es lo que yo llamaría una buena cena”. El hombre dejó de flotar, y miró con los ojos muy abiertos a las dos pescadoras. Vio sus dientes afilados reluciendo bajo la luz de la luna, y en sus destellos vió también sus intenciones. “No” dijo, por vez primera desde que salió a caminar. “No. Es mío. Es mi amigo. No lo vais a pescar”. Y diciendo esto cogió aire otra vez y se sumergió en las profundidades. El tiburón se sumergió con él. Nunca volvió a su casa; nunca salió del mar; la herida nunca se cerró; la sangre manó y el tiburón se quedó con él, nadando en las profundidades de los abismos, protegidos por las algas, los corales muertos, los peces sobrevivientes y las medusas.