Eligió un día nublado porque eran los días que más le
gustaban. Salió. Verdes encinas y altos pinos. Huracanes de hojas. Olía a
hierba. Calles vacías. Un largo camino. Comenzó a andar. Hizo en siete días lo
que un hombre en el coche hace en cuarenta minutos. Fue a su ritmo. Vio las
estrellas. Escuchó el aire moverse. Contempló el cielo mientras caminaba, en
lugar de mirar el suelo donde pisaba… y por ello tropezó. Pero se levantaba. No tenía meta,
pero llegó a la costa. Como no tenía ruta, siguió andando sin pensar. Chapoteó, pataleó y
siguió: nadando. Le recogió un pesquero. Pero sobre cubierta no podía andar
apenas; ni moverse; ni avanzar. Así que, flotador en mano, se lanzó al agua y
siguió nadando. El capitán le decía adiós, pañuelo blanco en mano. Vio algas
flotar y le picó una medusa. Se le arrugaron los dedos. Dejó el flotador y
cogió aire. Mucho. Más. Siguió. Y cuando terminó de coger aire se lo tragó y se
sumergió bajo el agua. Era clara, azul, verde, moteada. Descendió. Y descendió.
Estaba oscuro. Tocó fondo, y siguió andando. Vio corales muertos. Encontró
viejas redes ancladas al fondo del mar. Se clavó un clavo. Siguió andando.
Soltaba burbujas que ascendían. Él caminaba, sonriendo. Un tiburón se enamoró
de su sangre. Hacía círculos en torno a él y le seguía, oliendo de cerca la
herida que el metal incrustado mantenía abierta. Él vio algo flotando, y lo
cogió. Era un anzuelo. El anzuelo tiró de él, le urgía, enganchado a su mano.
Pero él no quería subir. No, que se llevase su mano, pensó. Pero luego pensó de
nuevo. ¿Qué haría él sin su mano? Manos para dibujar, para agarrar cosas, para
taparse el sol de los ojos, para mojarse la cara, para secársela, para
acariciar a alguien, para pegarle; manos para conquistar el mundo. Agarró el
anzuelo con fuerza y subió. Subió echando el aire que le quedaba en el
estómago. Las medusas se agarraron a él, dejándole marcas del recuerdo del mar; el tiburón ascendió, siguiéndole; escuchó a los delfines cantar y sus lágrimas
se mezclaron con el mar. Llegó a la luz y al aire. Dos ojos le miraban desde la
barca. “Mamá, he pescado un hombre” dijeron los ojos. Se agitó una cabellera
blanca. Una mujer se dio la vuelta en la barca, observando el botín. “Por eso
hija no hay que salir a pescar a estas horas” suspiró “el mar está contaminado
de gente”. Él frunció el ceño y soltó el anzuelo por fin, contrariado.
Haciéndose el muerto miró el cielo y dejó que le llevase la marea nocturna. El
tiburón salió tras él, dando vueltas en la superficie, contento. “¿Y ese mamá?
¡Ese no es un hombre!”. “No hija, ese es lo que yo llamaría una buena cena”. El
hombre dejó de flotar, y miró con los ojos muy abiertos a las dos pescadoras.
Vio sus dientes afilados reluciendo bajo la luz de la luna, y en sus destellos vió también sus intenciones. “No” dijo, por vez
primera desde que salió a caminar. “No. Es mío. Es mi amigo. No lo vais a
pescar”. Y diciendo esto cogió aire otra vez y se sumergió en las
profundidades. El tiburón se sumergió con él. Nunca volvió a su casa; nunca
salió del mar; la herida nunca se cerró; la sangre manó y el tiburón se quedó
con él, nadando en las profundidades de los abismos, protegidos por las algas,
los corales muertos, los peces sobrevivientes y las medusas.
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