Llevo
muy mal esto de dormir las horas correctas a la hora que toca cuando es verano.
Sobre todo parece peor para mí este verano. Cada vez más tarde, más y más. Mi
problema más reciente se llama “Los juegos del hambre”. Es el que ha conseguido
que esta semana, en lugar de acostarme a las dos, que para mí ya viene siendo
sinónimo de “hora aceptable” para irse a la cama, no me fuese a dormir hasta
las muchísimas, hora en la que o terminaba el libro correspondiente, o me
dormía con él en la mano.
Llevaba
dos semanas casi sin salir por la noche, al menos el tiempo “suficiente” para
que se considerase salir. Hace unos días, después de acabarme los dos primeros
libros, uno en una noche, y otro en un día y otra noche, me arrastré fuera de
mi casa con mis amigos de la universidad hasta una discoteca. Primero estuve
hiperactiva, pero como me pasa siempre, me desinflé como un globo a la media
hora. Dentro de la sala dominaba una música extraña (se llama reggae, ¿verdad?)
combinada con techno… o dubstep, o lo que sea, llamadme inculta. Imposible
bailarla, excepto para el resto de la discoteca, claro. Al final terminé con un
amigo en su piscina mirando las estrellas, así que supongo que no resultó ser
una noche tan mala.
El
problema es que el desfase terminó conmigo de vuelta a mi casa en el último
asiento de un 622, sentada de lado con la cabeza apoyada en el cristal y
dejando que el sol me dejase cegata mientras amanecía lentamente a espaldas del
autobus. Así que llegué a mi casa a las ocho, y me senté con mis padres a
desayunar antes de que se fuesen al
trabajo, o a ver como desayunaban, porque mi estómago estaba más cerrado
que una puerta a cal y canto. A la cama. Cometí el error de levantarme a la una
y media en lugar de seguir durmiendo y ¡el fatídico error! de echarme después
una siesta que debió durar desde las cinco hasta las ocho.
Así
que, con todo el horario cambiado me tumbé en la cama para ¡sorpresa! descubrir
que no podía dormirme. Me leí el último libro, lo devoré, me lo tragué, porque
aunque ya llevaba unas buenas ciento y pico páginas, aún me quedaban otras
doscientas y mucho. No terminé hasta las seis, con una sensación extraña en la
boca del estómago, mitad hambre mitad emoción. Es gracioso terminar un libro
perteneciente a la saga “Los juegos del hambre” con los espasmos de
desnutrición en el cuerpo. Estuve abrazada al libro mientras miraba al techo, y
mientras la gata, que no se en qué momento se había colado en mi habitación, se
tumbaba ronroneando encima de mis piernas. Y aquí estoy ahora, sin saber qué
hacer con la información que he sacado de los libros.
Ya había
visto la primera película basada en ellos. Fui a verla con mi mejor amiga al
cine, o con mi hermana, no me acuerdo. Y volví. Tres veces. He de confesar que
a la cuarta no solo empiezas a juzgarte estúpida por derrochar dinero en el
cine (ocho miserables euros), que por suerte no pagué yo dos de las cuatro
veces, sino que la trama de la película empieza a resultar descolorida. Es una
película magnífica (opinión mía) pero hay que dejarla reposar después de
haberla visto, no vaya a ser que empieces a aburrirte. Y entonces, cuando Ana y
Marta me dieron suficiente la tabarra, empecé los libros. Son la razón de mi
desvelo. Hoy son las dos de la tarde, me he levantado a la una y media después
del incesante pitido del whatssapp, pero aunque he contestado, ya ni me acuerdo
de quién o qué me decían. Ana sigue durmiendo. Y yo me pregunto cómo es posible
que se me haya terminado el libro. Cómo es posible que me haya acostado a las
seis y media y me haya levantado ahora y ya no quede más que leer. ¿Qué se supone
que debo hacer? Le he dedicado mi tiempo y mis horas de sueño a Katniss Everdeen
durante casi una semana, y ahora no se como deshacerme de las ganas de
revolución, de justicia, y el desagradable sentimiento de empatía que siento por
el personaje principal. Es demasiado humana, demasiado lista, demasiado
indecisa, ni si quiera sabe lo que siente y le ocurren tantas desgracias que
también me resulta demasiado rota. A veces la odiaba mientras leía, a pesar de
que sabía que era la personalidad más compleja, más bien definida y más humana
de todo el libro. Otras veces debía perdonárselo a regañadientes porque resulta
estúpido enfadarse con un personaje por no enamorarse de la persona correcta o
por reaccionar agresiva y ser fría y calculadora cuando no le queda más remedio
que serlo. Pero supongo que la odiaba porque me daba cuenta de lo que puede ser
una persona bajo la presión de hechos que escapan a su control, la odiaba
porque no podía parar de sufrir y siempre tenía que recuperarse para salir
adelante. Y supongo que, cuando terminé el libro, me alegré de que hubiese
acabado el sufrimiento y me fui a dormir.
Y hoy
me he levantado pensando en lo poco y mucho que se parecen su mundo y el mío. Nuestra
sociedad está hecha un asco, igual que la suya. Y si pretendía evadirme leyendo
historias de ficción sólo he logrado pensar en lo mucho que me gustaría que
cambiasen aquí las cosas, para poder preguntar cómo va el mundo y no deprimirme
con la horrible sensación de que no puedo hacer nada. En lo triste que sería
tener una Katniss Everdeen que luchase y lograse levantar a las multitudes y se
quedase tan rota como mi protagonista después de lograrlo. En lo injusta que me
parece su vida y en lo injusta que es la vida en general.
Y aquí
estoy, con el horario cambiado, pensando en estupideces que no puedo arreglar,
en que el final del libro es para algunos como un escaso premio de consolación
y para mí es como un bálsamo dulce mejor que cualquier desenlace… en cuánto se
parecen su mundo y el mío, en lo mucho que me parezco a ella a veces, y en lo
poquísimo que nos parecemos en realidad. En el blanco de los ojos quizás. Pero
está tan bien descrita, reacciona de forma tan humana, que no puedo evitar
sentir, que todo el que la odie, como yo, es porque en realidad se parece un
poco a ella. Es imposible no sentir empatía, y cuando se te acaban los libros,
si no has sentido que algo se te acaba a ti también, por lo menos te habrás
quedado con la experiencia más sangrienta, más injusta, más bella, más
complicada y más entretenida que hayas leído en mucho tiempo.