Todas
las estrellas estaban rojas. Pretendían llamar la atención sobre los hados de
la noche, pero ellos, cegados durante el día por la crueldad del sol, no podían
ver nada (ni podrían) hasta bien entrada la medianoche.
Merlín
se paseaba entre los juncos acuáticos, observando sus bosques de lámparas de
aceite. Mejor que no cayesen sobre el agua del río, mejor que ninguno
contaminase el agua pura derramando sus esencias de olivo y almendra. Por eso
Merlín caminaba con mucho cuidado, esquivando las lamparitas sobre su cabeza, y
acariciando la verde vegetación con sus pies descalzos.
Y allí
en el cielo, por fin, las estrellas dejaron de relucir rojas para
tranquilizarse en azul, dejando paso a la Luna amoratada y carmesí, como un sol
apagado, que aún así calentó las lámparas del bosque. Y con un chasquido se
prendió una, y otra, y otra. Todas las lámparas iluminaron tenuemente la noche
con sus llamitas juguetonas, despertando de su letargo tras el intenso día.
Entonces los juncos se estiraron y las estrellas suspiraron de alivio, relajándose.
Los hados alzaron sus ojos lastimados y la tenue luz restauró sus quemadas
pupilas: ya podía comenzar la noche. Así que Merlín dejó escapar un sonoro
bostezo, y todos los juncos le dijeron adiós mientras se internaba en su casa
de loza, donde se tumbó en su cama y se durmió.
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