jueves, 18 de octubre de 2012

La noche de Merlín


Todas las estrellas estaban rojas. Pretendían llamar la atención sobre los hados de la noche, pero ellos, cegados durante el día por la crueldad del sol, no podían ver nada (ni podrían) hasta bien entrada la medianoche.
Merlín se paseaba entre los juncos acuáticos, observando sus bosques de lámparas de aceite. Mejor que no cayesen sobre el agua del río, mejor que ninguno contaminase el agua pura derramando sus esencias de olivo y almendra. Por eso Merlín caminaba con mucho cuidado, esquivando las lamparitas sobre su cabeza, y acariciando la verde vegetación con sus pies descalzos.
Y allí en el cielo, por fin, las estrellas dejaron de relucir rojas para tranquilizarse en azul, dejando paso a la Luna amoratada y carmesí, como un sol apagado, que aún así calentó las lámparas del bosque. Y con un chasquido se prendió una, y otra, y otra. Todas las lámparas iluminaron tenuemente la noche con sus llamitas juguetonas, despertando de su letargo tras el intenso día. Entonces los juncos se estiraron y las estrellas suspiraron de alivio, relajándose. Los hados alzaron sus ojos lastimados y la tenue luz restauró sus quemadas pupilas: ya podía comenzar la noche. Así que Merlín dejó escapar un sonoro bostezo, y todos los juncos le dijeron adiós mientras se internaba en su casa de loza, donde se tumbó en su cama y se durmió.

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