sábado, 5 de enero de 2013

Fragmento de algo grande que se me escapa


- Oiga, discúlpeme pero...- dijo el cliente amablemente, con ojos cándidos -  ¿venden el perdón?
- El perdón ¿a qué? - preguntó solícito el cura ambulante.
- A todo, el perdón a todo - suspiró tristemente - necesito que me lo perdonen todo porque ya no puedo más.
- Si no especificas... no puedo perdonarte si no se lo que perdono - contestó vacilante. Eso era peligroso, perdonar sin saber, aunque aquel hombre no parecía capaz de cometer grandes pecados, con ese cuerpo encorvado y cansado, y la sabiduría en los ojos.
- Pues perdóname todo, todo lo que he hecho.
- ¿Pero qué has hecho? - insistió.
- De todo.
- Vaya hombre, ¿no has hecho nada bien? - preguntó, amablemente, compadeciéndose sin poder evitarlo.
- Bueno, sí... - dudó un momento - supongo que respirar respiro bien. Y no tengo ninguna enfermedad y mis constantes vitales son estables, así que vivo de manera correcta. Pero todo lo demás que hago está mal hecho. Hasta el más mínimo paso.
- ¿Ah, sí? - preguntó, esperanzado de que diese más detalles.
- Sí - y no añadió nada más, se quedó en silencio, mirándole. El tendero de perdones se frotó las sienes cansado y se rindió.
- Bueno... te perdono entonces todo - dijo abatido, lo único que quería era cerrar el puesto después de un día tan agotador, así que realizó los movimientos de expulsión básicos y cobró a su cliente, pero luego añadió con curiosidad ante aquel visitante tan extraño- pero ¿qué harás cuando salgas de aquí si todo lo que haces está mal?

- No pasa nada... porque camine un par de pasos y me tire desde esa ventana no voy a acumular mucho mal - el joven cura tuvo un escalofrío de entendimiento repentino - eso es lo único que haré bien. Porque suicidarse no es pecado ¿verdad? la mía es la única vida que puedo robar en realidad. Así que gracias por perdonarme- dijo amablemente, con una sonrisa de agradecimiento y una chispa desconocida en los ojos.

- Pero... -dijo de pronto, muy alarmado- ¿que has hecho? ¿quién eres?
- Ya sabes quién soy- contestó para horror del cura- pero es demasiado tarde. Ya me has perdonado. Ahora podré subir al cielo y hacer lo que debo hacer, lo que debería haber hecho hace mucho.
- ¡¡Satán!! Satán!! Blasfemo!! Oh dios mío, que alguien le pare. ¡¡¡Va directo arriba!!! ¡¡oh Dios mío, Dios mío, perdoname, qué he hecho!!

Aparecieron los guardias, pero tarde. El visitante había atravesado la ventana con un sonido seco de cristales rotos, caía sobre el asfalto, y su alma iba directa al cielo, por mucho que los guardianes blasfemasen sin poder evitarlo.
- No puede ser - murmuró un guardia mirando los veintitrés pisos de caida - ¿ese era rem? ¿el desertor? ¿el satán falso? - preguntó tembloroso e incrédulo, presa de un nuevo miedo oscuro  y desconocido.
- Sí, era él... y ya debe estar a las puertas. Esto es el fin, con él allí todo se acabará muy pronto. Va a matarle, al Mismísimo, le matará - dijo sollozando otro guardia, desconsolado. El cura temblaba en el suelo, presa de una locura súbita, consciente de que él, y sólo él, era el culpable de que esa aberración estuviese ahora en el epicentro del poder. Iban a colgarle por haber perdonado todos sus pecados sin investigación previa, y después arrestarían su alma y la mandarían al infierno. A menos que (pensó en un ataque de valentía) se quitase la vida y subiese allá arriba el también. A defender a Dios, a prevenirle.

- Me voy ¡Me voy! ¡¡¡ME VOOOOOY!!! - gritó con todas sus fuerzas, insuflándose ánimos de suicida.
Y con este grito todos los guardias se santiguaron, viéndole caer. "¡está loco, está loco!" se repetían "Está loco, está loco". Y sobrevino el silencio, un silencio sobrecogedor, aterrador, donde los veintitrés pisos empezaban a cobrar sentido, y el clima empeora por momentos.
- Veintitrés... es el número del diablo, ¿verdad? - preguntó el guardia a su compañero, aterrado.
- Sí - dijo él, temblando cada vez más - ahora sí, estamos perdidos, ha subido con sus mejores armas... vamos a morir todos. Dios el primero.
- ¿Y la hora? ¿Qué hora es? - preguntó, esperanzado de que hubiese algún cero divino.
- Las 23:23... -dijo, entre hipos - esto es el fin.


Increíble las  absurdeces  que pueden salir de mis momentos de tristeza.  
Felices Reyes.

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